Por: Giovanny Castro –
Coordinador técnico Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de los Montes de María
Los recuerdos del porvenir. Es el inquietante nombre de una cantina de carretera colgada de un páramo en uno de los libros de la saga de Maqroll el Gaviero – las paredes de un improvisado baño marcadas con aforismos inscritos en ese marco de tiempo incierto -. Durante mi experiencia en los Montes de María, vivía para narrar de ahí a muy lejos esos recuerdos. Eran la motivación esencial en el nivel personal: mi hijo crecía de alevino a pez en el útero de su madre, por allá en la tierra mía, y quería poder explicarle, cuando entendiera las cosas del mundo, por qué justo en ese período me había ido a trabajar en otra región, cómo había sido eso, y por qué había sido imprescindible que lo hiciera: por él, por nosotros tres, por empujar hacia un nuevo país que a sus viejos se les haría desconocido si lo viéramos ya, en el que habremos superado la guerra con valor civil, con el pensamiento y la palabra ejerciendo sobre la realidad, que se opone y contradice con terquedad. Seguramente, mucho estará aún por hacer en el momento en que él empiece a hacer preguntas, y le quedará a su generación seguir en la construcción del esbozo de felicidad que la nuestra apenas ahora está aprendiendo a pronunciar. Pero el reciclaje del ciclo de violencias estará con buena esperanza sellado, y el ejercicio de memoria activa, en homenaje, en advertencia, en reparación de la dignidad herida de las comunidades, es desde ya la señal del cambio definitivo.
Este niño mío podría preguntar con emoción equivocada, causada por el referente de las películas de acción, sobre cómo fue eso de la guerra que hubo en el país, y con mucha paciencia habrá que contarle lo cerca que se sintieron sus pasos de animal en furia, y que preferimos, mamá y papá, buscarle una salida mediante el aporte del trabajo que nuestras profesiones nos permitían, modestamente, pero con certeza ética y empeño práctico. Que la narración del tiempo ajeno que le diera vida sea a su vez, quién sabe, un impulso a buscar su propia forma de servicio. (Y qué decir del mundo de los ochenta que me tocó a la edad en que él hará las preguntas más complicadas, cómo los esquemas conocidos del orden mundial pueden socavarse y caer en un sólo estruendo, para luego reconfigurarse durante décadas; y qué de los personajes que marcaron una época, sin los cuales parece que se está huérfano de figuras que acosen la definición de paradoja: Arafat, Gadafi, Castro, Chávez, Juan Pablo II).
Siendo esta travesía una mezcla de varios tipos de compromiso y razones, de lo personal a lo profesional, de lo social y político a lo cultural, era consecuente que para el evento de apertura de la exposición preámbulo del Mochuelo de los Montes de María, en octubre de 2014 en el centro cultural de la AECID en Cartagena, volviera después de un par de meses de ausencia a la región acompañado de mi familia, de este pececillo de un año ya, para reunirnos en homenaje junto con quienes fundimos lazos de amistad, de cariño, de respeto, de colaboración y equipo, en fin, de otro matiz de familia grande. Las sonrisas, los abrazos de los representantes de las comunidades invitadas, confirmaban el sentimiento de valioso logro compartido, de estar participando con el propio esfuerzo en una realización colectiva.
La valoración del patrimonio cultural, popular y cotidiano en este caso, junto a la memoria de los ausentes por causa de la guerra, hacía una poderosa fusión que impulsa un renacer, una sacudida vital, sin olvido, de las costras que deja el dolor, para ir más allá del dolor y la frustración, para no permitir que sea un estigma cruel el que defina proyectos de vida personales y comunitarios.
En esta ceremonia, se abrió en tono de renacer desde la tiniebla con el canto de una décima propia por Beatriz Ochoa, subdirectora del Colectivo de Comunicaciones Montes de María, y la entrada en dúo de la voz impactante de la artista carmera Zaris Falcón -el entorno a oscuras, dos luces fijas sobre las protagonistas sentadas en mecedoras –. La décima es una composición particular propia de la riqueza lingüística del español. Sus orígenes son atávicos, y su difusión continente adentro tuvo en el Caribe una matriz en la que se mantiene con vigor desde sus pueblos. Las normas de la métrica que ordena su composición están dadas para resaltar la sonoridad profunda del juego entre los versos. En esta décima, el relieve de tonalidades lleva del impacto alevoso de la guerra a la reivindicación de una dignidad comunitaria que recupera la voz para definirse a sí misma y a su territorio. Si las “Elegías de varones ilustres de Indias” corresponden a una poesía épica culta de uno de los primeros caribeños españoles, Juan de Castellanos, que tiende a la glorificación imperial y se compone en su mayoría por octavas reales, la métrica vocal de la décima le viene más bien de los juglares que poblaron los caminos con otro y todo tipo de historias – y de ahí al vallenato no hay más que un paso, aunque largo en unos cientos de años.
En la sección de la exposición sobre memoria del conflicto armado reciente, hay testimonios en video de eventos que tuvieron un impacto de particular infamia, tales como los falsos positivos, las detenciones y procesos judiciales arbitrarios, o el recuento de víctimas reclamantes de un pedazo de tierra donde al fin dejan su sangre – y así se vuelve de los suyos -, o un mapa de piso sobre el que se puede caminar en el recorrido del rastro de muerte que dejaron las masacres que están documentadas. En el mismo espacio, un árbol con sus cientos de hojas marcadas con los nombres de los ausentes, y al fondo, algunas fotos de recuerdo que reclaman desde su silencio gráfico la representación de una multitud. Se trata del árbol de la vida, pieza central de la exposición final, que por más esfuerzo en nombrar a todos, tal vez nunca llegará a completar sus identidades así resumidas, debido a la bruma de guerra que aún oculta a muchos – la realidad de lo que pasó, quién la va a saber toda.
En la sección cultural, por contraste, el efecto es luminoso y esperanzador. En paneles con fotografías en gran formato, las escenas de lo cotidiano de los pueblos montemarianos, en su gran diversidad, se vuelven expresiones de fortaleza, junto a un ambiente sonoro de gaitas o de la actividad que se muestra, como el ruido ferroso de una herramienta del campo, en movimiento, o las fichas de un juego de dominó con la bella arquitectura en madera de Colosó de fondo. También, se destaca el archivo histórico de imágenes de la tradición organizativa campesina, que fue un actor clave para el proceso histórico de la región y un factor para entender el ensañamiento de la reacción armada por parte de sectores tradicionales del poder.
Uno de los retos mayores que tiene este museo en planeación, es compartir un tipo así de sentimientos – que en el momento de un evento especial de homenaje conmueven a experiencia viva – en el transcurso de un recorrido normal del público por una instalación museal. La analogía posible es la de una película que al verla la primera vez toca muy hondo, pero en las veces siguientes sus espectadores deben participar, actuar, dejarse sorprender con utilería, diálogos adicionales, historias paralelas, nuevos personajes… La exposición debe renovarse cada día de la función. Y como dijo un sabio del oficio, Eduardo Londoño, el que debe ser interactivo es el público.
Las dificultades de una propuesta ambiciosa, en los niveles técnico, conceptual, y prácticos de funcionamiento, han hecho que la consolidación de su espacio físico, el nivel técnico, sea el de solución más problemática y lenta. En cuanto al corazón de memoria, ahí está ya, movilizando con la palabra. Ahora, darle una estructura habitable, eso ha sido lo complicado. A mi partida del proyecto, aún estaba en duda la construcción y apertura al público, aunque desde cada forma de experticia muchas habilidades se han puesto al servicio de su realización integral. Las formalidades de contratación y lo delicado que se pone todo una vez llegados a esos asuntos, inevitables al fin, son otra tarea que superar. También, de todos modos, se trata de un trabajo que asumimos terceras partes, involucradas y comprometidas en un mayor o menor grado, con un ánimo legítimo de ingreso económico en el ejercicio de profesiones muy especializadas, así que el factor dinero se vuelve primordial, como en cualquier proyecto, y nadie quiere malentendidos en cada detalle del esfuerzo debido y el producto que ese intercambio contractual puede conseguir. Hay instituciones nacionales e internacionales que apoyan y esperan resultados concretos (verificables y cuantificables, en el lenguaje oficial), por los cuales a su vez son evaluadas, así que es otra dichosa presión con la cual lidiar. En fin, nadie quiere patinar, y tal vez demasiada prudencia inmoviliza.
Ajeno a ese momento de encrucijadas de alta gestión y de juegos de poder en reuniones ejecutivas en la capital del país, ciudad ensimismada, me había recorrido los municipios de los Montes de María con la frescura de llevar sandalias. En el terreno, ese tipo de problemas se desvanecen. Las soluciones de logística para un taller con las comunidades están al alcance de la mano o de la recursividad del momento – o no las hay, y hay que sentarse a ver llover. En esta particular memoria que trata de dar cuenta del ejercicio de hacer memoria histórica, se ha grabado en la mente el proceso, con algunos puntos focales de luz, casi siempre teñidos de matices inquietantes, en situaciones desagradables, tensionantes, también reconfortantes, sí, pero entre la alternancia de todo, un estilo de felicidad compleja – como debería ser la vida, por otra parte.
Un ejemplo: no lo supe reconocer en su momento como crucial, pero luego, pensando en lo que sucedió y enlazando hilos desde la espesura de lo recorrido, el evento del rayo señalaba algo importante. Fue en Tolúviejo, por ahí en octubre de 2013, en la casa campesina de ANUC, un pedazo de terreno con dos quioscos de palma a las afueras del pueblo. Aunque con poca asistencia, los aportes al taller de construcción de memoria iban en marcha, bien. Eran varias veces las que nos habíamos reunido y se había creado suficiente confianza como para no apretar mucho con el tiempo o la metodología. En algún momento al final de la mañana apagué la grabadora, porque las implicaciones de lo que me contaban, referidas a un presente bajo amenaza, era preferible que no quedaran sino entre los que estábamos ahí. Al mediodía ya se espesaba el cielo. Muy pronto, ya era inútil hablar, así de fuerte llovía con estruendo. Nos dedicamos a ver crecer los pastizales, rebosantes de agua. Con la mayor confianza, veíamos acercarse desde el horizonte que venía del mar Caribe los rayos, con sus truenos en intervalos cada vez más cortos.
El misterio de la trinidad se explica como tres seres en uno solo. Este rayo fue así o cayó partido en tres. De tantos que cayeron en esa tormenta, uno así de duro tenía que venir a pegar a pocos metros del quiosco, sobre un platanal que quedó devastado. Hasta el segundo trueno era posible la compostura, igual se veía venir que un rayo iba a llegar cerca… el amago de confianza se basaba en conjeturas de distancia y capacidad de protección o divertimento de una cubierta de palma. Al tercer golpe, fue mejor cubrirse la cabeza y abrir bien la boca, por si acaso. Igual que se hace – que he hecho, recordé de inmediato con sorpresa – cuando caen y estallan los cilindros bomba. Lo siguiente, al verse todos bien y enteros, son los gritos y risas de emoción. Ver la caída lenta de la platanera. El pitido en los oídos, también en el recuerdo.
En la tarde, aparte con uno de los muchachos, nos dedicamos a ubicar los puntos de la infamia de victimización, pero también los de luchas agrarias, desde el mapa hecho a mano al sistema de georeferencia. Vistos así, con imagen satelital, los cruces de intereses sobre el territorio, entre minería – de piedra en este caso, dicen que para la ampliación del canal de Panamá –, propiedad latifundista, reivindicación campesina, carreteras y caminos, hechos violentos y cejas de monte estratégicas para la guerra irregular, se vuelven palpables, explicables por su misma evidencia. El rastro de contracción de la propiedad campesina alcanzada en la recuperación de tierras, de una derrota en últimas, también es notorio.
El punto coyuntural que señalaba el bendito rayo, podría significar el cumplimiento de una etapa en la preparación del mochuelo, telúrica en el arremolinar de los elementos naturales sobre el terreno, la transición a una etapa de introspección que intenta hacer sentido de todo lo recogido, y el bautizo eléctrico que, sentido en colectivo como una caricia brusca, impulsaba a seguir sin miedo siempre que fuera en compañía. Algo notable del proyecto, que puedo verificar en comparación con otras experiencias en las que he participado, es la consistencia con la cual se busca crear y mantener pequeños grupos de confianza, con las mismas personas claves y articuladoras desde la comunidad dando continuidad al esfuerzo.
Esa búsqueda de consolidación de grupos es difícil y con resultados dispares, cada caso o municipio trae sus propias exigencias. Los rencores entre vecinos pueden estar vivos, debido a su involucramiento de una y otra manera con alguno de los bandos cuando su dominio era cosa corriente, cuando la voluntad propia se había alienado por una diferencia muy simple entre vivir o morir. En una ocasión, durante uno de los talleres, el recuerdo del ser querido asesinado dio paso con agravios a la acusación de colaboración con un grupo armado, por relación familiar, hecha en contra de otro de los participantes. Ambas personas deben cruzarse así, con esa carga para cada cual, en las cuatro calles del pueblo. Es la diferencia entre la cicatriz palpable, ardiente, con la guerra en abstracto de la que se pueda quejar y ponerse a opinar el ciudadano promedio en las capitales. También el término muy general de victimarios se personifica en concreto, y a veces, para más rabia y frustración, en un coterráneo, sangre de la misma tierra.
En cierto sentido, cada sesión llamada taller era a su manera una terapia grupal de historias y sentimientos atorados que no habían hallado hasta entonces cómo expresarse, ni quién los oyera.
He visto a un hombre adulto y curtido adentrarse en un silencio profundo con el rostro contraído, como asomado a su miedo más secreto, cuando le llegó su turno de hablar. Incapaz de salir de ahí. Después de un largo minuto, alguien más se aventuró a entrar en la rueda de la memoria.
He oído las risas al recordar las huidas, con trepada de muros, tropezones y caídas para zafarse de una bala esquiva entre muchas, que nunca se sabrá si traía el nombre de uno.
El patrimonio cultural, conjugado con la recuperación de la dignidad basada en la memoria de la tradición organizativa del ser campesino, son capaces de darle una vuelta a la historia. Las estrategias de investigación, curaduría, exposición, pedagogía y difusión, propias de la práctica museal, cobran un sentido muy pragmático en la coyuntura de las urgencias del presente cuando se ponen al servicio de la movilización comunitaria alrededor de la memoria histórica, aún desde el modesto impacto que en últimas pueda tener un proyecto así comparado con las ambiciones de cambio y las graves carencias y problemas cotidianos que se siguen padeciendo, como efecto prolongado de la guerra. Del restablecimiento prioritario de derechos a poblaciones a quienes se los robaron con sevicia, y luego fueron mantenidas en esa condición de despojo, resulta obvio que un esfuerzo puntual desde un museo en forma de carpa itinerante va hacia el aspecto simbólico de la reparación del daño, pero no es en sí el responsable directo de su cumplimiento. Por una parte, el mochuelo es un pretexto para promover mayores cambios, y por otra, no puede hacer mucho más que eso: promover, visibilizar, recordar, educar, debatir, escuchar.
El tiempo largo en el que colaboré en la consolidación de esta propuesta, se llena de otras voces y recuerdos, de personas valiosas con las que compartimos el esfuerzo. A estas alturas, dos de ellas han participado en la mesa de negociaciones de La Habana ente los grupos de víctimas. Sus testimonios han influido las decisiones para un acuerdo final y duradero de paz. Esas voces que tuvieron la indulgencia amable de narrarme sus confidencias de dolor y de lucha, junto a los cuentos de la riqueza oral del territorio, influyeron antes en la conformación participativa del canto del mochuelo, es decir, del discurso, las razones y propósitos que hacen parte de su esencia. Así, junto a todas las demás voces con las que creamos una sinfonía algo disonante por lo múltiple, fuimos sumando persona a persona un primer círculo de familiaridad, el pequeño grupo clave.
Pueda que dentro de muchos años, esta modesta épica de museo haya sido una de muchísimas iniciativas que impulsaron la transición hacia otra realidad de país. En la duración de una vida profesional en el campo de los museos, sólo cabe la dedicación a unos cuantos proyectos, pues se trata de entidades tradicionalmente definidas por la conservación a perpetuidad y escalas de tiempo que no se compadecen con la brevedad de un recorrido de vida. Aquí, pude haber quemado con satisfacción, emocionado y a plenitud, una de esas pocas oportunidades. Y así la atesoro, la memoria sobre el ejercicio de hacer memoria, para contarla junto a otras al hijo, cuando las conversaciones se enciendan en la serenidad de las noches, como a mí me contaron la saga familiar campesina de las montañas de Nariño.